No hay duda de que los padres queremos que nuestros hijos sean libres. Nos produce horror el sólo pensar que podríamos limitar su libertad por equivocarnos en la educación de nuestros chicos, y por eso muchas veces dudamos al momento de establecer reglas y de poner límites. Y justamente eso es un error. Por esta razón es necesario aclararnos previamente las ideas, para que sintamos que es bueno para alguien que todavía no “conoce el planeta” -porque acaba de llegar- saber qué cosas hacen bien y cuáles hacen mal.
La educación es, por un lado, un plan de descubrimiento de la realidad interna y externa, que nos muestra lo bueno del mundo, las posibilidades positivas de lo que nos rodea, para que aprendamos a disfrutar de todo lo valioso. Pero es también un entrenamiento de conductas, que se anticipa a las dificultades que vamos a encontrar tanto en la realidad externa como en nuestro carácter y en el de las otras personas, para ofrecernos algunas pistas para que encontremos las mejores soluciones y podamos vivir amando y siendo amados.
Esta rápida síntesis nos revela la finalidad de la educación: que las personas estén en el mundo de la mejor manera posible, desarrollándose en todas sus potencialidades para enriquecerse y enriquecer a los demás con su presencia y sus actos. Si uno tiene clara esta función de la educación, no puede sorprenderse que, en el que llamamos “entrenamiento”, aparezcan advertencias sobre lo que “no hay que hacer”.
Probablemente muchos de los educadores de hoy en día son hijos de padres que han usado y abusado de un estilo en el cual el “no” de los progenitores era prácticamente la única palabra “educativa” que se oía. Creo que hemos madurado lo suficiente para entender que educar a nuestros hijos significa fundamentalmente acompañarlos en su crecimiento, siendo para ellos una guía solícita y atenta. Si reconocemos esta tarea, entendemos que la libertad de nuestros hijos es una facultad que se desarrollará no “a pesar” de las correcciones sino “a través” de ellas.
Uno observa a un niño pequeño y produce una espontánea envidia por estar tan despreocupado por todo, siendo centro de la atención y el cariño de madre, padre, abuelos; que están dispuestos a ofrecerle todo lo que crean que le puede hacer falta. Los alegra tanto su presencia que se ponen a su servicio alegremente. Sin embargo, no podría definir esa pequeña existencia como la de un ser libre. Sólo a primera vista, el niño parece hacer “lo que quiere”, porque en realidad si uno observa más detenidamente, se dará cuenta fácilmente que el chico está a la merced de lo que le sucede. Llora si le duele algo, si no ve a la madre, aunque sea porque se fue al cuarto de al lado; puede asustarse si aparece de golpe el gato, si golpea una puerta o si se cae algo con estruendo. Su estado de ánimo depende totalmente de las circunstancias inmediatas y cambia también de acuerdo a lo que le sucede en cada momento; su modo de estar en el mundo se caracteriza por la fragilidad, siendo a menudo víctima de lo que “cree” que está sucediendo.
La educación, en el momento oportuno y de la manera oportuna, realmente “libera” al niño de un montón de ataduras con la realidad interna y externa que le impiden ser él mismo. Podríamos imaginarnos al bebé como un barquito sobre las olas: sin la amorosa corrección de los padres, el barquito se mueve donde las olas quieran. La educación, en cambio, le da al niño un timonel y un par de remos. Con este ajuar, la vida del niño será cada vez más “de él”, y esta es al fin y al cabo una buena definición para la libertad del ser humano.
Nos cuesta decir que no y nos cuesta exigir, porque es mucho más fácil consentir y dejar que las cosas se acomoden a su manera. La intervención de los padres en la vida y en la conducta del niño/a significa sin duda una gran erogación de energías, porque hay que observar lo que sucede y establecer si está bien o mal; hay que pensar qué sería mejor, cómo proponerlo y cómo comprobar que se está haciendo. Evidentemente, la corrección de los hijos y la puesta de límites claros constituyen un verdadero esfuerzo para los padres, para lo cual hay que estar convencidos que es algo bueno e indispensable.
Pensemos que lo que más deseamos para los chicos es que puedan vivir una vida plena, en la cual todo lo que son y lo que puedan hacer les salga de adentro sin trabas de ningún tipo. Para que esto suceda, hay que haberlos entrenado a resolver conflictos, a controlar impulsos, a enfrentar dificultades, a expresar con serenidad lo que sienten. Seguramente nos ayude la imagen del atleta, que es tanto más libre de alcanzar las metas de su especialidad cuanto más se ha entrenado oportunamente: los buenos resultados son el fruto de su disciplina y de la atenta guía del entrenador, que le habrá corregido defectos y lo habrá estimulado frente a los desafíos.
Para los niños es algo parecido: su libertad es una lenta conquista, y nuestra presencia a su lado es la garantía de que no se vayan a perder en el trayecto. Puede ser que nos parezca que la espontaneidad es un bien tan precioso, que no nos sentimos autorizados a intervenir sobre la vida de los chicos, por miedo a quitarles esa frescura propia de la niñez. Pero, si realmente los educamos, no estaremos “moldeando” desde afuera su personalidad según esquemas preconcebidos, para que ellos se acomoden como si no tuvieran forma propia. Educarlos es llevarlos a desplegar sus capacidades, para que sean lo que ya son potencialmente, y para que florezcan según su modalidad propia. Y esto es permitirles una espontaneidad más auténtica, que los abrirá a dar y recibir afecto, a ser libres en un sentido más humano.
María Paola Scarinci de Delbosco