Matías tiene dos años y es pura sonrisa. Da gusto verlo trepar a la silla, bajarse, volver a subir, sacarse las zapatillas, volver a bajar, abrazar a su papá, tratar de ponerse las zapatillas y realizar tantos otros movimientos, todos coronados por una sonrisa. Es la luz de los ojos de su papá, también llamado Matías, quien ante un comentario, reflexiona: “Sí, está todo el día con una sonrisa… Con mi esposa siempre decimos, ¿será un síntoma de que es feliz?” Que sea sano, que duerma bien, que coma de todo, que deje el chupete… los padres quieren muchas cosas para sus hijos pero, antes que nada, desean que sean felices.
Noticieros y diarios; caminar por la calle; peleas familiares; peleas con amigos; enfermedades y angustias. Permanentemente aparecen recordatorios de que la vida no es perfecta. Esa es la realidad cotidiana. Pero también –y en mayor medida– hay buenas noticias, sonrisas de mamá, juegos con papá, abrazos, risas, alegría, en algunos casos hermanos, amigos, juegos, mascotas, abuelos, tíos, cumpleaños, regalos, canciones y cuentos.
En un mundo de luces y sombras, ¿cómo ayudar a los niños, desde su primera infancia, a que sean felices? Ningún extremo es bueno. Ocultar todo y mostrarles un mundo perfecto es sembrar la posibilidad de adultos inseguros, con muy baja tolerancia a la frustración, posibles depresiones, un alto grado de negación de la realidad, dificultades para socializar, compartir y controlar sus enojos, y un alto grado de insatisfacción.
En el otro extremo, actitudes como hablarles permanentemente de la escasez de dinero; usarlos como rehenes en peleas de adultos; convertirlos en confidentes y depositarios de enojos, frustraciones e insatisfacciones adultas; no demostrar los afectos; desvalorizarlos por su edad –“todavía eres muy chico para entender” – y exigirles como si fueran adultos –“¿eso es lo mejor que puedes hacer?”–, pueden llegar a produciradultos introvertidos, temerosose insatisfechos.
Lo básico esque exista una buena comunicación con los padres, no sólo verbal sino también gestual y afectiva. No es sólo un tema de cantidad, sino también de calidad. Que en los tiempos compartidos los padres puedan, sobre todo con su ejemplo, enseñarles a hablar de sus afectos, alegrías y tristezas. Dice el Doctor Lawrence Shapiro en su libro Inteligencia Emocional en los Niños: “En las familias donde los sentimientos se expresan y examinan abiertamente, los niños desarrollan el vocabulario para pensar en sus emociones y comunicarlas. Aprender a identificar y transmitir las emociones es una parte importante de la comunicación y un aspecto vital del control emocional”. Todo esto ayudará a crear adultos potencialmente seguros, en control de sus emociones, con capacidad para compartir y tener paciencia, sobrellevar los fracasos y disfrutar de lo que les gusta.
Estas ideas, que parecen teóricas, pueden concretarse mediante acciones prácticas. Una fórmula que resulta para muchas familias es organizarse para que, cada una semana o dos, el padre y la madre, por separado, compartan un momento o una actividad con cada hijo individualmente, si tienen más de uno. No se necesita que sean programas especiales ni de larga extensión: alcanza con compartir alguna actividad de la rutina cotidiana, como preparar la comida o pasear el perro. Así, los padres pueden comunicarse mejor con cada uno de sus hijos y hacerles sentir lo importantes que son para ellos. Y cada hijo puede comunicarse con la mamá y el papá de forma particular, armando sus propios códigos y temas de conversación. Y si bien no hay recetas mágicas para que los niños sean felices, comunicarse con ellos, prestarles atención y dedicarles tiempo, pueden ser los primeros pasos para lograrla.