"No pasa un día sin que Carla quiera probarse mi lápiz labial o mi sombra de ojos –relata Paula, su mamá–. Y a veces, cuando me distraigo, se aparece con una pollera y unas sandalias que sacó de mi placard”. La descripción que hace Paula de uno de los juegos preferidos de su hija de 2 años y medio, es más que conocida para muchas madres. Los disfraces son uno de los pasatiempos más representativos de la etapa de 2 y 3 años. Vinculados directamente con la búsqueda de identidad, revelan la influencia de los modelos masculinos y femeninos que se observan en la vida social y se plasman en las formas de vestir, en los rituales estéticos como afeitarse o maquillarse, y en la manera de actuar propias del varón y de la mujer.
¿A quiénes quieren imitar los niños cuando se disfrazan?
Fundamentalmente a sus padres, pero también a los personajes de la televisión y a otros que les resulten atractivos. Así, jugar a usar la corbata de papá es tan frecuente como querer vestirse como uno de los Power Rangers, por ejemplo.
A través de la imitación mediante los disfraces, los niños ya empiezan a practicar el desempeño de roles preestablecidos de una sociedad. Desde esta edad temprana, “jugar a la mamá” y “jugar al papá” constituyen ensayos para la asunción de roles que vendrán en la vida adulta. El mundo que los rodea, entonces, es absorbido y copiado hasta en el mínimo detalle. Los modelos de hombre y mujer que tienen los niños en sus casas son la fuente de inspiración para la imitación que se produce en el espacio del juego.
En esta etapa del desarrollo, a su vez es común que de tanto en tanto, los niños se pongan los tacos de sus mamás y las niñas se vistan con el traje de sus papás. Este juego vinculado al cruce de roles no es indicador de trastornos de identidad sexual. A esta edad, lo femenino y lo masculino todavía no está completamente desplegado por los niños, ya que -desde lo psicológico - la definición de la identidad sexual es un camino cuyo recorrido se inicia en la niñez y se retoma nuevamente durante la adolescencia.
Si bien los disfraces son una forma de juego para los niños, muchas veces se cuelan en los hábitos cotidianos, al punto de que quieren salir a la calle disfrazados y se niegan a usar la ropa normal. Marcela relata: “Santi está fascinado con su traje de Blake, el Power Ranger azul, y la semana pasada tuve que llevarlo al dentista con el disfraz puesto, se negaba a sacárselo”. Así, este “capricho” de la vestimenta puede ser una forma más en la que el niño busca su identidad.
Para los "enamorados de los disfraces", es importante, entonces, que los adultos los ayuden a discriminar los momentos de juego y les hagan saber cuándo llegó el momento de usar la ropa habitual. Pero, como siempre sucede en la crianza, en algunas situaciones habrá que demostrar flexibilidad si se trata de un juego de roles que satisface al niño y que, aunque sorprende al entorno, no lo perjudica en nada.
El ritual del disfraz es un espacio más que estimulante para que, en el marco del juego, los niños le den rienda suelta a su imaginación y ensayen aquellos roles que en su vida adulta se convertirán en realidad.